Salto al Cuento - El Playero Digital

domingo, 25 de diciembre de 2016

Salto al Cuento

"El que muere sin venir a New York muere ciego"
 
El que muere sin venir a New York muere ciego… y consíguete una visa para que vuelvas a ver a tu hermano, porque a esa jungla de animales de dos patas yo no regreso”.
Era la primera llamada de Rafael a Julia a la semana de emigrar con su esposa Merry y sus tres hijos a los Estados Unidos. Durante la larga conversación ponderó, por la línea telefónica: la grandeza de las torres gemelas, la majestuosidad del Empire State building, el esplendor del Central Park, el colorido de Chinatown, la imponencia del Washington bridge, la ingeniosidad del Lincoln túnel, el garbo de la estatua de la Libertad y todo el glamur de la Quinta avenida.

Estas palabras y las imágenes exageradas que Julia guardó en su subconsciente, la movieron a agilizar el papeleo para obtener una visa americana. Ella vivía cómodamente en Santo Domingo, por lo que no tenía interés de emigrar. Poseía casa propia, aunque compartiría el título de propiedad con el banco por 25 años, un vehículo en magnífico estado y un trabajo estable que le permitía vivir con dignidad. Pero decidió conocer New York para “no morir ciega”, como dijo su hermano, por lo que se gestionó una serie de préstamos entre familiares y amigos para depositar en su cuenta bancaria.

Y fue así como, gracias al título de la casa compartido, la matricula de propiedad del carro, una carta de trabajo y una certificación del banco que garantizaba que Julia Báez Díaz era una mujer “millonaria”, obtuvo una visa de turista con una sola entrada a los Estados Unidos de Norteamérica, y el 23 de diciembre del 1998 arribó al aeropuerto John F. Kennedy con intenciones de pasar las navidades en familia y regresar después de Reyes a su país.

A la salida del aeropuerto se destacaba un enorme “Welcome to New York”, tras el cual se abría una puerta corrediza cada vez que alguien se acercaba y al abrirse dejaba pasar un frío infernal que no tocaba ni rozaba, sino que golpeaba. A Julia le dio dos bofetadas a cada lado de la cara que le enrojeció las mejillas durante todas las vacaciones. El impacto de la brisa helada la dejó medio noqueada y hubiera caído al piso de no ser porque en ese momento Rafael salió de la nada, la envolvió en un abrigo de cuero, le plantó un gorro de lana en la cabeza y casi la ahorca con una bufanda de cuadritos verdes y rojos que le amarró al cuello y la remató con el abrazo descomunal que le había prometido.

Rafael la ubicó en la salida para ir por el vehículo; regresó a los cinco minutos, durante los cuales Julia tuvo la certeza de que no podría vivir en Nueva York, ni en ningún lugar fuera del calor tropical. Durante su niñez sufría de asma, por lo que nunca la bañaron con agua fría, solo tomaba agua a temperatura ambiente, no la dejaban coger sereno; cuando se nublaba su madre la encerraba en una habitación y la arropaba de pies a cabeza. 
Esfuerzos en vano, pues todavía hoy le suenan en los oídos los zumbidos de las noches en vela. El asma desapareció con los años, no se sabe con exactitud qué la curó, si las tres tomas diarias de Pulmosonol que ingirió durante años, la combinación de gomenol con sábila y cebolla o la hartura de carne de gato prieto, pero ese estilo de vida trajo como secuela una terrible fobia a todo lo frío.

Durante el trayecto a Manhattan, el panorama resultaba desolador para Julia, que protegida detrás del cristal y acurrucada en el calorcito de la calefacción del vehículo, contemplaba todo con la boca entreabierta: innumerables lomitas de nieve, residuos de la última nevada, que le recordaron las minas en Salinas Puerto Hermoso, miles de árboles desnudos, como niños recién paridos que le hicieron anhelar el verde pobreza de las hojas de guasábaras y bayahonda del sur profundo.

Al llegar al departamento, todo era una algarabía. Los sobrinos saltaban y la abrazaban felices, tanto era el alboroto que terminaron tumbando el árbol de Navidad, un enorme pino natural que llegaba al techo y que expelía su fragancia. Julia se sintió abrumada con la muestra de cariño, bruma que fue disipada a los cinco minutos cuando le explicaron que la estaban esperando ansiosos para salir a comprar los regalos. De entrada, se negó bajo el pretexto del frío, pero Merry salió de la habitación con una muda de ropa para que se vistiera: un conjunto de pantalón que va pegado al cuerpo debajo de la ropa, otro de lana con sudadera combinada, un par de medias gruesas de algodón, unas botas altas, guantes y una especie de audífonos enlanados para los oídos y le dijo que luego tenía que ponerse el abrigo, la bufanda y el gorro que le habían llevado al aeropuerto.

La tienda de juguetes era enorme, inmensos pasillos con estanterías hasta el techo, repletas de juguetes de diferentes precios, que iban desde noventa y nueve centavos hasta cientos de dólares. Julia estaba anonadada en medio de aquella fantasía infantil. Recordó su niñez cargada de carencia, las mariquitas de papel, el juego de yax, el ping pong, el jueguito de cocina de aluminio, los mueblecitos de palito y la muñequita que tenía los brazos tiesos y que no se podía cambiar de ropa. La realidad la sorprendió abrazada a una enorme muñeca de pelo lacio y grandes ojos verdes. Los niños corrían entre los pasillos con su carro de supermercado repleto de juguetes, hasta que Rafael les dijo que solo podían coger un juguete cada uno y que los demás se los dejarían los Reyes Magos en enero. A regañadientes, así lo aceptaron.

El 24, día de Nochebuena, fue dedicado por completo a la gastronomía dominicana: moro de gandules con coco, ensaladas rusa y verde, arepitas de yuca, pastelón de plátano maduro, espaguetis y pierna de cerdo al horno. En la noche llegaron los invitados: los primos y amigos del pueblo, armados con sus rones dominicanos debajo del brazo y se armó la parranda hasta la madrugada, cuentos, chistes, comedera y bebedera.

El 25, día de Navidad y regalos. Julia amaneció con ronchas en todo el cuerpo, provocadas por la calefacción. Los niños estaban felices abriendo los juguetes que ellos mismos escogieron, envolvieron y colocaron debajo del árbol: un nintendo con la última cinta de Mario Brother, Mister Woody y Buzz Lightyear de Toy Story, y una trompeta, que no bien salió del plástico, Julia quería que desapareciera.

Como el 26 era sábado, Rafael y Merry tenían previsto tomar el día libre para mostrarle a Julia la ciudad, pero a última hora lo cancelaron, ya que durante la noche cayó tremenda tormenta que barajó los planes y los sueños de Julia de internarse en la entraña de la Libertad, tuvo que conformarse con ver a la distancia la imagen de una estatua que levantaba al cielo una antorcha como si tratara de ver a través de la bruma.

Julia se quedó cuidando los sobrinos en el pequeño departamento, mientras Rafael y Merry trabajaban. Fue un día de locos, con la piquiña en todo el cuerpo, corriendo detrás de los muchachos para que no desbarataran la vivienda, que el grande no ahorcara al mediano con el control del nintendo y para que el chiquito dejara de sonar la jodida trompeta que la volvía loca.

Los días 27, 28, 29, y 30 fueron copias del 26, el mismo picor provocado por la calefacción, el vaho a pino que le hacía recordar los baños de los hospitales y oficinas públicas, los gritos de los niños, los juegos electrónicos, la misma bulla de la maldita trompeta. ¿A quién diablos se le ocurre comprarle una trompeta de verdad a un niño de ocho años?

El 31 hubiera sido una reproducción exacta del 24 de no ser porque el cerdo fue sustituido por pollo horneado. Todo lo demás era igual; los invitados, los tragos, el arroz, las ensaladas y los chistes gastados.

A las doce de la noche, cuando todos saltaban, se abrazaban y gritaban, celebrando el año nuevo, Julia empezó a reírse con una risa suave que fue subiendo de intensidad hasta convertirse en carcajada. Sin darse cuenta, pasó de la carcajada al llanto. En principio, todos pensaron que estaba relajando, pero cuando a los diez minutos las lágrimas continuaban, Rafael supo que algo andaba mal y por más que la interrogaban para ver si tenía algún dolor, solo gemía y lloraba. Las lágrimas brotaban como agua de manantial contaminado al juntarse con el rímel y el delineador. Tanto sollozó que se congestionó del pecho. Tuvieron que darle una friega de berrón y agua florida para que se tranquilizara. Ya calmada, inició lo que en principio parecía un discurso de Año Nuevo:


—Familia, ustedes saben lo mucho que les quiero, pero mi admiración por ustedes ha superado mi cariño. Ustedes son unos héroes, porqué hay que ser héroes para, por decisión propia, mudarse a este purgatorio congelado, pero yo no tengo porque aguántármelo, así que mañana a primera hora, me montan en el primer avión que salga pa’ la isla, aunque sea de carga, porque esta vaina no me la aguanto ni un día más. Y que te quede claro, Rafael: “Yo prefiero vivir ciega que morir congelá”

Niurca Herrera.

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