"El que muere sin venir a New York muere ciego"
El que muere
sin venir a New York muere ciego… y consíguete una visa para que vuelvas a ver
a tu hermano, porque a esa jungla de animales de dos patas yo no regreso”.
Era
la primera llamada de Rafael a Julia a la semana de emigrar con su esposa Merry
y sus tres hijos a los Estados Unidos. Durante la larga conversación ponderó,
por la línea telefónica: la grandeza de las torres gemelas, la majestuosidad
del Empire State building, el esplendor del Central Park, el colorido de
Chinatown, la imponencia del Washington bridge, la ingeniosidad del Lincoln
túnel, el garbo de la estatua de la Libertad y todo el glamur de la Quinta
avenida.
Estas
palabras y las imágenes exageradas que Julia guardó en su subconsciente, la
movieron a agilizar el papeleo para obtener una visa americana. Ella vivía
cómodamente en Santo Domingo, por lo que no tenía interés de emigrar. Poseía
casa propia, aunque compartiría el título de propiedad con el banco por 25
años, un vehículo en magnífico estado y un trabajo estable que le permitía
vivir con dignidad. Pero decidió conocer New York para “no morir ciega”, como
dijo su hermano, por lo que se gestionó una serie de préstamos entre familiares
y amigos para depositar en su cuenta bancaria.
Y fue así
como, gracias al título de la casa compartido, la matricula de propiedad del
carro, una carta de trabajo y una certificación del banco que garantizaba que
Julia Báez Díaz era una mujer “millonaria”, obtuvo una visa de turista con una
sola entrada a los Estados Unidos de Norteamérica, y el 23 de diciembre del
1998 arribó al aeropuerto John F. Kennedy con intenciones de pasar las
navidades en familia y regresar después de Reyes a su país.
A la salida
del aeropuerto se destacaba un enorme “Welcome to New York”, tras el cual se
abría una puerta corrediza cada vez que alguien se acercaba y al abrirse dejaba
pasar un frío infernal que no tocaba ni rozaba, sino que golpeaba. A Julia
le dio dos bofetadas a cada lado de la cara que le enrojeció las mejillas
durante todas las vacaciones. El impacto de la brisa helada la dejó medio
noqueada y hubiera caído al piso de no ser porque en ese momento Rafael salió
de la nada, la envolvió en un abrigo de cuero, le plantó un gorro de lana en la
cabeza y casi la ahorca con una bufanda de cuadritos verdes y rojos que le
amarró al cuello y la remató con el abrazo descomunal que le había prometido.
Rafael la
ubicó en la salida para ir por el vehículo; regresó a los cinco minutos,
durante los cuales Julia tuvo la certeza de que no podría vivir en Nueva York,
ni en ningún lugar fuera del calor tropical. Durante su niñez sufría de asma,
por lo que nunca la bañaron con agua fría, solo tomaba agua a temperatura
ambiente, no la dejaban coger sereno; cuando se nublaba su madre la encerraba
en una habitación y la arropaba de pies a cabeza.
Esfuerzos en vano, pues
todavía hoy le suenan en los oídos los zumbidos de las noches en vela. El asma
desapareció con los años, no se sabe con exactitud qué la curó, si las tres
tomas diarias de Pulmosonol que ingirió durante años, la combinación de gomenol
con sábila y cebolla o la hartura de carne de gato prieto, pero ese estilo de
vida trajo como secuela una terrible fobia a todo lo frío.
Durante el
trayecto a Manhattan, el panorama resultaba desolador para Julia, que protegida
detrás del cristal y acurrucada en el calorcito de la calefacción del vehículo,
contemplaba todo con la boca entreabierta: innumerables lomitas de nieve,
residuos de la última nevada, que le recordaron las minas en Salinas Puerto
Hermoso, miles de árboles desnudos, como niños recién paridos que le hicieron
anhelar el verde pobreza de las hojas de guasábaras y bayahonda del sur
profundo.
Al llegar al
departamento, todo era una algarabía. Los sobrinos saltaban y la abrazaban
felices, tanto era el alboroto que terminaron tumbando el árbol de Navidad, un
enorme pino natural que llegaba al techo y que expelía su fragancia. Julia se
sintió abrumada con la muestra de cariño, bruma que fue disipada a los cinco
minutos cuando le explicaron que la estaban esperando ansiosos para salir a
comprar los regalos. De entrada, se negó bajo el pretexto del frío, pero Merry
salió de la habitación con una muda de ropa para que se vistiera: un conjunto
de pantalón que va pegado al cuerpo debajo de la ropa, otro de lana con
sudadera combinada, un par de medias gruesas de algodón, unas botas altas,
guantes y una especie de audífonos enlanados para los oídos y le dijo que luego
tenía que ponerse el abrigo, la bufanda y el gorro que le habían llevado al
aeropuerto.
La tienda de
juguetes era enorme, inmensos pasillos con estanterías hasta el techo, repletas
de juguetes de diferentes precios, que iban desde noventa y nueve centavos
hasta cientos de dólares. Julia estaba anonadada en medio de aquella fantasía
infantil. Recordó su niñez cargada de carencia, las mariquitas de papel, el
juego de yax, el ping pong, el jueguito de cocina de aluminio, los mueblecitos
de palito y la muñequita que tenía los brazos tiesos y que no se podía cambiar
de ropa. La realidad la sorprendió abrazada a una enorme muñeca de pelo lacio y
grandes ojos verdes. Los niños corrían entre los pasillos con su carro de
supermercado repleto de juguetes, hasta que Rafael les dijo que solo podían
coger un juguete cada uno y que los demás se los dejarían los Reyes Magos en
enero. A regañadientes, así lo aceptaron.
El 24, día
de Nochebuena, fue dedicado por completo a la gastronomía dominicana: moro de
gandules con coco, ensaladas rusa y verde, arepitas de yuca, pastelón de
plátano maduro, espaguetis y pierna de cerdo al horno. En la noche llegaron los
invitados: los primos y amigos del pueblo, armados con sus rones dominicanos
debajo del brazo y se armó la parranda hasta la madrugada, cuentos, chistes,
comedera y bebedera.
El 25, día
de Navidad y regalos. Julia amaneció con ronchas en todo el cuerpo, provocadas
por la calefacción. Los niños estaban felices abriendo los juguetes que ellos
mismos escogieron, envolvieron y colocaron debajo del árbol: un nintendo con la
última cinta de Mario Brother, Mister Woody y Buzz Lightyear de Toy Story, y
una trompeta, que no bien salió del plástico, Julia quería que desapareciera.

Julia se
quedó cuidando los sobrinos en el pequeño departamento, mientras Rafael y Merry
trabajaban. Fue un día de locos, con la piquiña en todo el cuerpo, corriendo
detrás de los muchachos para que no desbarataran la vivienda, que el grande no
ahorcara al mediano con el control del nintendo y para que el chiquito dejara
de sonar la jodida trompeta que la volvía loca.
Los días 27,
28, 29, y 30 fueron copias del 26, el mismo picor provocado por la calefacción,
el vaho a pino que le hacía recordar los baños de los hospitales y oficinas
públicas, los gritos de los niños, los juegos electrónicos, la misma bulla de
la maldita trompeta. ¿A quién diablos se le ocurre comprarle una trompeta de
verdad a un niño de ocho años?
El 31
hubiera sido una reproducción exacta del 24 de no ser porque el cerdo fue
sustituido por pollo horneado. Todo lo demás era igual; los invitados, los
tragos, el arroz, las ensaladas y los chistes gastados.
A las doce
de la noche, cuando todos saltaban, se abrazaban y gritaban, celebrando el año
nuevo, Julia empezó a reírse con una risa suave que fue subiendo de intensidad
hasta convertirse en carcajada. Sin darse cuenta, pasó de la carcajada al
llanto. En principio, todos pensaron que estaba relajando, pero cuando a los
diez minutos las lágrimas continuaban, Rafael supo que algo andaba mal y por
más que la interrogaban para ver si tenía algún dolor, solo gemía y lloraba.
Las lágrimas brotaban como agua de manantial contaminado al juntarse con el
rímel y el delineador. Tanto sollozó que se congestionó del pecho. Tuvieron que
darle una friega de berrón y agua florida para que se tranquilizara. Ya
calmada, inició lo que en principio parecía un discurso de Año Nuevo:
—Familia,
ustedes saben lo mucho que les quiero, pero mi admiración por ustedes ha
superado mi cariño. Ustedes son unos héroes, porqué hay que ser héroes para,
por decisión propia, mudarse a este purgatorio congelado, pero yo no tengo
porque aguántármelo, así que mañana a primera hora, me montan en el primer
avión que salga pa’ la isla, aunque sea de carga, porque esta vaina no me la
aguanto ni un día más. Y que te quede claro, Rafael: “Yo prefiero vivir ciega
que morir congelá”
Niurca Herrera.
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