Volví a Barahona después de más de un año. Tenía una excusa bonita: el festival CayoLetras. Libros, autores, gente hablando bajito con un café en la mano, creyendo que la cultura todavía puede salvarnos. Todo bien. Pero bastó con salir del teatro para que la realidad me metiera una galleta sin aviso.
Mi pueblo no me estaba esperando con los brazos abiertos. Me esperaba con las calles rotas, el alma ajada y un ruido que no deja pensar. El malecón fue la primera bofetada: una fila desordenada de negocios que compiten a ver quién pone la música más alta. Nadie duerme allí si no es con tapones en los oídos o pastillas para el insomnio. Los hoteles no tienen huéspedes, tienen rehenes. Y la vista al mar, por hermosa que sea, no tapa el estruendo ni el cansancio.
Pero lo peor no fue eso. Lo que me remató fue el cementerio.
Fui a visitar la tumba de mi abuela. Le debía una oración, unas flores, algo. Pero no pude llegar. La entrada estaba bloqueada por vendedores ambulantes, plátanos, pollos, frituras. El mercado público se tragó el acceso al camposanto. No sé si es una metáfora o una venganza. La muerte, en Barahona, ya no tiene dónde quedarse quieta.
¿Dónde están enterrando ahora a los muertos? ¿En los patios? ¿En el río? ¿Los exportan a pueblos más ordenados? El cementerio no da más. Y el alcalde, ese señor que se llenó la boca diciendo que venía a servir al pueblo, ni se inmuta. No da la cara, no convoca prensa, no escribe ni una carta. Como si los muertos no contaran. Como si no fueran de nadie.
Están construyendo un puerto turístico, dicen. Maravilloso. Pero ¿qué van a ver los turistas cuando bajen del barco? ¿Una ciudad llena de basura, con calles que parecen trincheras, con parques públicos que son un chiste triste? ¿Un mercado que se convirtió en una cloaca sin ley, donde cualquier esquina puede ser un baño?
El turismo no se inventa con cemento. Se construye con orden, limpieza y sentido común. Pero este alcalde no sabe ni lo uno ni lo otro. Barahona no necesita promesas, necesita que alguien gobierne. Que se note que hay un adulto en la oficina.
A veces uno se pregunta si a esta gente le duele el pueblo o si solo le gusta escucharse en campaña. Yo, por lo pronto, salí del cementerio sin poder hablar con mi abuela. Pero estoy seguro de lo que ella me habría dicho:
“Ese alcalde no sirve ni pa’ enterrar a los muertos”.
Tomado del Caribe.
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