¿Mentiras para enamorar? Así lo ve un hombre
Anatole
France
Solemos
contabilizar la cantidad de parejas que se han desunido a raíz de una mentira.
Le asignamos un poder tan destructivo que, ante su descubrimiento, parecería
que la unión entre dos personas tiene los días contados. Evidentemente, la
mentira tiene muy mala prensa.
Exceptuamos
de esta categoría a las bromas y chanzas que, intentando producir un embuste,
no alcanzan para configurar un engaño hecho y derecho.
Se podrá
también tener en cuenta que quien expresa lo que cree o piensa interiormente,
aunque fuese un error o algo carente de veracidad objetiva, no miente, porque
para ello se requiere intención. Algunos dirán: mala intención. Por eso se
podría decir algo falso sin mentir. Astutamente, alguien podrá afirmar en
consecuencia que, ante la ausencia de la voluntad de engañar, no hay mentira en
absoluto.
Cuando se
habla de engañar, muchos hombres recordaremos que se trata de un subterfugio
que todos hemos utilizado el momento que intentamos atraer a la chica que nos
gusta.
En mi
familia es conocida la anécdota que ya alcanzó la estatura de fábula que narra
cuando mi padre, en ese entonces un indomable veinteañero, le habría asegurado
a mi madre —una cándida doncella— que él y su familia eran propietarios de una
incalculable cantidad de hectáreas de campo, extensiones de tierras cultivables
hasta donde se perdía la vista. Por supuesto que se privilegiaba el propósito
de cautivar a mi pobre madre con una invención vacía de autenticidad.
Los
hombres poseemos en nuestro arsenal de métodos para magnetizar mujeres un
arsenal de mentiras —las llamaremos leves, piadosas, inofensivas— y las
utilizaremos sin compasión (o con pasión) en la estrategia construida para
ganar el corazón de la fémina que hubiese caído en nuestra área de conquista.
Otro de
los recursos a los que echamos mano es la “exageración”, pariente de la
mentira, que también es una alteración de la realidad usada, en este caso, con
propósitos de encantamiento. Podríamos aseverar que existe un catálogo de
mentiras que cada uno inconscientemente atesora. Embustes ganadores, algunos
son fruto de la propia experiencia, otros rescatados de las conversaciones con
los amigos.
Entre
nosotros, cuando la suficiente confianza lo amerita, existe lo que se llama
“intercambio de figuritas”, que no es otra cosa que comparar los recursos y
habilidades de seducción de otros para establecer una especie de clasificación
jerárquica entre las mentiras que han sido más exitosas. De todas maneras cada
uno se reserva su mejor técnica, la argucia que rara vez falla. Esa, como la
“figurita difícil”, no se comparte.
La
interrogante que se plantea es si la mentira utilizada para enamorar debe
recibir el mismo oprobio que una destinada a lastimar o dañar una relación.
Entonces, ¿qué calificación recibe una mentira que no tiene otro que el
designio de obtener amor?
Se dice
que “el amor todo lo soporta”. Por eso, en nombre del amor habría que
reivindicar a las mentiras, falsedades, fraudes y tretas que persigan alcanzar
el afecto de una alma gemela. En caso de que la relación de la pareja
prosperase, se hiciera duradera o llegare al altar, aquella mentira que ayudó a
encantar a la dama no debería ser pasible de sanción moral ya que gracias a
ella, entre otros factores, se ha logrado formar una pareja. Al no causar mal alguno
no deberían recalar reclamos. Por el contario…
Popularmente
se comenta que la mentira “tiene patas cortas”. Quizá no esa sea su mayor
debilidad, sino que no se sepa utilizarlas adecuadamente. ¿O estoy mintiendo?
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